Rodolfo Dagnino
Autor de Polvario (2013, 2023), La penumbra de la palabra cotidiana (2023) y Las insoportables transparencias (2012)
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Ilustración: Jorge Díaz Barajas
Autor de Polvario (2013, 2023), La penumbra de la palabra cotidiana (2023) y Las insoportables transparencias (2012)
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Ilustración: Jorge Díaz Barajas
Publicamos dos poemas inéditos del autor que, por circunstancias editoriales, no aparecen en la edición impresa de La penumbra de la palabra cotidiana (2023).
Puedes conseguir la versión impresa y el ebook en tu servicio regional de Amazon.
Beber a sorbos el café de la mañana
con la muda certeza de que, en algún momento oscuro,
después de la palabra dicha al final del aliento,
no habrá sino caer.
Ser la fruta que al fin se desprende
de la seguridad de la rama que la alimenta y caer,
caer sin restricciones hasta las raíces mismas del árbol
que sobre las edades se levanta.
Caer como se desploman los pájaros
que en pleno vuelo adquieren consciencia de sus alas
y de su terror por los abismos,
caer como se desmorona el acantilado que ha perdido la fe
en los oleajes y en los naufragios,
caer como la niña que descubre que sus días han dejado
de ser flores y duraznos,
como el tren que al repetirse se sabe distinto y el mismo
mientras se desliza sobre las orgullosas paralelas
hacia un horizonte de abandono.
Beber a sorbos los minutos detenidos
y que un negro presagio
como el vientre del tiempo,
se me enrede en la lengua con la tenacidad
de un pulpo amargo,
se me meta en los ojos como el polvo de los ancestros
que no se presienten,
como el tizne de lo que se pierde sin remedio,
como el ardor de aquellas lágrimas que enviamos,
vía correo certificado, a la patria del olvido.
Caer como los muros de la infancia en los que grabé
mi rostro con la tiza azul del miedo,
como el beso blanco que me dio la niña con pecas rojas
debajo de una licenciosa sábana de guardería,
como el instante de ahogo que,
en la lejana alberca de un Golfo petrólico,
me hizo descubrir de golpe que mi nombre no era eterno,
que mi respiración no era mía,
que mi cuerpo era un préstamo de la tierra
y que el que hablaba dentro de mi cuerpo no era otro sino el cuerpo en sí mismo ahogado.
Caer como un cigarro que se extingue,
como un pez que se incendia,
como una estrella que descubre que es ya la resonancia
de la luz y la derrota.
Caer como la canción última que afronta en la cantina
el músico sin orquesta,
sin audiencia,
como el wiski que nadie te convida,
como el hombre que en la mesa del fondo llora
y ordena alfabéticamente su triste inventario de tristezas.
Caer.
Caer sin homenajes ni palabras, sin memoria ni amigos,
sin el penoso consuelo de las religiones,
sin las montañas ni los valles, sin los ríos,
ni los sauces, ni la caña que incendia la tarde.
Caer sin mis hijas, sin mi mujer, sin mi esperanza,
sin la dulce perrita que me anuncia y me ladra,
noche a noche, la caída.
Sin mi madre que desde hace años es ya el silencio,
y sin mi padre que acumula crepúsculos caídos
en el corazón.
Al fin de cuentas, caer parece ser un asunto de familia.
Caer, simple y sencillamente, caer,
como la tarde que dentro de poco cederá
su anaranjado resplandor
ante la longitud oscura y fría de la noche.
No tu vaso hueco de promesas
ni su cristal manchado por los dedos
del adiós.
No tu última espuma de ayeres
descarrilados, ni tu dorada gloria
desecha en eructos e improperios.
No las canciones que se adormecen
en la frontera efervescente de tu corazón
vegetal, ni las batallas perdidas
en razones de potro intempestivo,
de rinoceronte gris del desaliento,
de dromedario añil del ensueño.
No tu frío horizonte que reúne
hermandades de la noche
que avergüenzan al amanecer,
ni tu locura de novedades que se cumplen
en la exacta repetición de las horas.
No las aspiraciones que se quiebran
como la botella que se multiplica
en esquirlas de dolor contra la cara
del necio, ni el retorno que impones
a los domésticos y cotidianos infiernos.
No la soledad que origina tu ausencia,
ni la humillación de saber que mañana,
a primera hora, serás el tesoro que
se busca en los confines del día,
del día que muere antes de nacer,
anulado desde el primer resplandor.
Pues serás tú el único delirio que querré
descifrar con la obcecación propia
de los condenados, con la fascinación
de los que ante tu altar se hincan
y ofrendan ciegos ante tu efigie
todas las guirnaldas azules del miedo.